El origen de la familia..., de Friedrich Engels
Se recoge aquí la reedición de una serie de textos publicados originalmente en instagram, en la cuenta Ingeniero Soviético, titulados «El origen de la familia… La cuestión de la mujer. »
~Ingeniero Soviético
Que todo efecto tiene una causa es algo que le será natural a
la gran mayoría de mis lectores; y que sin duda se aceptará -salvo por cierto
genio escocés- como sólido fundamento sobre el cual erguir cualquier discurso.
El corolario natural de esto es que, a fin de acabar con un fenómeno, se debe
acabar con su causa. Por esta observación tan simple es por lo que la gente
sencilla tiene la costumbre de llamar radicales a los marxistas (radical, del
latín radicalis: relativo a la raíz).
¿No deberíamos ser todos, sin embargo, radicales?
La postura de un marxista (o en general, la de cualquier
persona que comprenda que la lepra se trata con antibiótico y no con
analgésicos) ante una problemática concreta no es otra sino la de atacar y
destruir aquello que lo ocasiona.
Si he decidido empezar de esta forma es porque tengo la
certeza de que no faltarán los que traten de patológica nuestra tenacidad a la
hora de analizar los conflictos históricos, y consideren que sería mucho más
productivo sumarnos a las corrientes paliativas antes que oponernos a ellas.
Demostrado queda, sin embargo, que la emancipación de la mujer solo llegará una
vez destruidas las causas de su opresión.
Procedo, pues, a analizar dichas causas.
Cuenta cierto antropólogo (aunque, francamente, no es
antropólogo sino el padre de la antropología) que en los inicios de la
civilización existió un periodo de promiscuidad sexual (en realidad, matrimonio
por grupos, según indicaron evidencias posteriores), en el cual el concepto de
familia no estaba desarrollado en absoluto.
Este estadio, sin embargo, no tardó en evolucionar, dando
lugar al primer concepto de familia: la familia consanguínea. Tal y como
sugiere el nombre, en los albores de la sociedad familiar, era habitual la reproducción
entre parientes cercanos (solo quedaban excluídos de tales prácticas padres e
hijas, madres e hijos).
Tras esto y, de forma progresiva, las restricciones se
acentuaron al punto de impedir también el sexo entre hermanos, dando lugar a lo
que Morgan denominó “la familia punalúa”. La razón de esto la señaló el propio
Morgan: “se trata de una magnífica ilustración de como actúa el principio de
selección natural”, pues, como supondrá el lector, aquellas tribus en las que
se limitó la reproducción consanguínea, se desarrollaron de manera más rápida y
completa.
Este suceso marcó una inevitable consecuencia social: grupos
de hermanas y grupos de hermanos formaron núcleos familiares independientes
entre sí (la denominada “familia punalúa”).
En este punto es fundamental entender que en ninguna forma de
familia por grupos es posible saber con certeza quién es el padre, pero sí la
madre, de la criatura.
La tendencia a restringir cada vez más el incesto pronto hizo
imposible el matrimonio por grupos, dando lugar a una nueva forma de familia,
la “familia sindiásmica”, en la cual un hombre y una mujer cohabitaban,
exigiéndosele a ella plena fidelidad y permitiéndosele a él la poligamia y la
infidelidad. Aquí entra en juego un nuevo elemento, ya no solo se conoce con
certeza la madre del neonato, sino también su padre. Morgan vuelve a hacer
referencia a la selección natural para explicar las causas y consecuencias de
este cambio: “el matrimonio no consanguíneo engendra una raza más fuerte, tanto
física como intelectualmente”, las tribus que antes adaptaron este cambio,
estaban destinadas, pues, a prevalecer sobre el resto.
Aun era muy débil la nueva forma de matrimonio para romper
con los hogares comunitarios que se habían dado en estadios anteriores, hogares
en los que predominaba la mujer, y no el hombre; porque, como ya se ha dicho,
imperaba el derecho materno, y porque, además, en la economía doméstica
comunitaria, la totalidad de las mujeres pertenecía a la misma gens (grupo de
familias), mientras que los hombres pertenecían cada uno a una distinta (esto
último es corolario de lo primero).
Esto me sirve para desmontar el mayor mito de la filosofía
del siglo XVIII, pero también de la filosofía posmoderna: la mujer no ha estado
siempre subordinada al hombre, ni mucho menos.
Es razonable, llegados a este punto, que el lector se
pregunte por la naturaleza de la división sexual del trabajo. Consideremos que,
por razones de fuerza mayor, eran las mujeres las que, por lo general, criaban
a los hijos (recordemos que solo existía el reconocimiento de filiación
maternal, y no paternal; tengamos en cuenta también la lactancia, las
limitaciones en cuanto a movilidad que supone el periodo de embarazo…). Como es
natural, esto no supone ninguna desigualdad per se: los hombres se dedicarían
a las actividades productivas y, las mujeres, a las reproductivas (es destacable mencionar que se concebía la
separación sexual del trabajo en este modelo de familia, y, dado el “derecho materno” de sobra ya
citado, era a la mujer a quien le correspondía criar, y, por lo tanto, quedarse con los hijos).
Morgan hace una distinción entre el viejo y el nuevo mundo;
y, en este punto, menciona que en el continente americano no se producen
mayores progresos en cuanto al modelo de familia hasta la conquista de América
por parte de los europeos. ¿La razón? Como ya veremos, es la propiedad privada
(la producción, los bienes de consumo), lo que impulsan cambios en el modelo
social. Y en el continente americano no había una excesiva cantidad de cultivos
disponibles (maíz, calabaza, melón…), como tampoco abundaban animales
domesticables (llama, pavo…).
Sin embargo los occidentales dispusieron de una amplia
variedad de animales que domesticar (caballos, camellos, asnos, bueyes,
carneros, cabras, cerdos…) y una amplia variedad de cultivos, que, en un
principio, solo sirvieron como alimento para el ganado durante el invierno o en
tierras menos favorables (lo cual les permitió expandirse hacia el norte y el
oeste). La domesticación y cría de
ganado hubo abierto manantiales de riqueza desconocidos hasta entonces: se
hubieron adquirido riquezas que solo requerían de vigilancia y de los cuidados
más básicos para reproducirse y suministrar, no solo alimento y pieles de
sobra, sino también un valioso excedente. Los nuevos medios de producción
relegaron a los antiguos a un segundo plano y las nuevas formas de riqueza
pusieron sobre el tapete la contradicción que lo cambió todo. De acuerdo a la
división sexual del trabajo, imperante en aquellas sociedades, era al hombre al
que le correspondía la propiedad del excedente productivo. Pero de acuerdo
también al modelo de familia, el núcleo de cada gens lo constituían las mujeres. Es fácil
imaginar lo que suponía esto para el derecho de herencia: las riquezas
producidas por un miembro de la comunidad eran transmitidas al hijo de otro
hombre. Y esto, en vista del reciente reconocimiento de la filiación paterna, y
el nuevo papel predominante del hombre en la sociedad, era inadmisible.
Bastó decidir que los hijos permaneciesen siempre en la gens
de su padre, para que la filiación femenina y el derecho hereditario materno
desapareciesen y su lugar lo ocupasen, como es natural, la filiación masculina
y el derecho hereditario paterno.
El hombre empuñó entonces las riendas de la casa, de la
producción y la acumulación de bienes, y la mujer se vio reducida a un mero
instrumento reproductivo. He aquí el origen de la llamada opresión de la mujer:
la propiedad privada.
Así nace, pues, la familia monogámica, cuyo único fin es la
de procrear hijos cuya paternidad sea indiscutible, y esta paternidad
indiscutible se exige porque los hijos, en calidad de herederos directos, han
de entrar un día en posesión de los bienes de su padre; por eso era necesaria
la monogamia de la mujer, pero no la del hombre.
Pero la revolución social inminente, transformando por lo
menos la inmensa mayoría de las riquezas duraderas hereditarias -los medios de
producción- en propiedad social, reducirá al mínimo todas esas preocupaciones
de transmisión hereditaria; y, con ello, hará desaparecer la familia
tradicional.
La familia individual moderna se funda en la esclavitud
doméstica franca o más o menos disimulada de la mujer; hoy, en la mayoría de
los casos, el hombre tiene que ganar los medios de vida, y esto le otorga una
posición preponderante que no necesita ser privilegiada de modo especial por la
ley: la desigualdad social no es causa,
sino consecuencia, de la opresión económica de la mujer.
Así pues, la reincorporación de todo el sexo femenino a la
industrial social y la supresión de la familia individual como unidad económica
de la sociedad traerán consigo la verdadera igualdad.
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